Una noche de verano bastante fresca para la época en Buenos Aires, papá Guillermo y su hijo Lisandro encendieron las luces del living, acomodaron la cámara apuntando al sillón ubicado frente a la chimenea, se sentaron y comenzaron a grabar otro video para su canal llamado “Historias jamás contadas”. Era el episodio número 16.
- Prepárense, queridos espectadores de todas las naciones -dijo Guillermo-. La historia que hoy vamos a contar es única y asombrosa. No sabemos a ciencia cierta si alguna vez sucedió, pero nadie en el mundo se atreve a decir que es falsa y nadie se anima a contarla por miedo a sufrir un terrible maleficio.
- ¿Un maleficio? ¿Qué maleficio, pa? –interrumpió Lisandro.
Guillermo hizo silencio unos segundos para alimentar el misterio, miró fijo a la cámara y continuó:
- Dicen los libros de la biblioteca escondida que quien relate la historia pagará la osadía con… ¡Un castigo eterno!
- ¿Un castigo eterno? ¿Qué castigo? –volvió a preguntar Lisandro, sorprendido.
- Cada vez que le sirvan su plato favorito, solo podrá disfrutar el primer bocado. En ese momento, la comida se convertirá en ensalada y deberá terminarla si no quiere sufrir un segundo castigo mucho más cruel y despiadado.
- ¿Otro más?
- Sí.
- ¿Más cruel y despiadado?
- Sí.
- ¿Podés decir cuál es el segundo castigo en lugar de hacerte tanto el misterioso?
- Sí. Es… Es…
- ¿Y? ¡Decilo, Guillermo! ¡Decilo!
- Es… ¡Tomar un vaso de agua tónica todos los días, hijo mío!
¡- Nooooo!
Luego de otro breve silencio, papá Guillermo prosiguió:
- La cuestión es que, como a mí no me molesta comer ensalada, sobre todo si puedo condimentarla con aceite de oliva y queso parmesano, hoy asumiré el riesgo y les contaré la historia prohibida.
- ¡Pará! ¡No sigas!
- ¿Qué pasa, niño asustadizo?
- ¿Y si nadie quiere escucharla? ¿Y si temen sufrir el maleficio de la ensalada?
- No lo sufrirán a menos que se vean tentados a compartir la historia. Y si lo hacen es porque realmente vale la pena contarla. En ese caso, como reza el dicho, “si te gusta el durazno, bancate la pelusa”.
- ¿Eh? ¿Qué significa eso?
- Después te explico, pequeño preguntón. Ahora dejame seguir. ¡No quiero que se me olviden los detalles!
Guillermo respiró hondo, volvió a mirar fijo a la cámara y relató, con voz de locutor, la historia jamás contada:
Hace 13.000 años, en una isla llamada Desni Mepar, durante 157 meses, 29 días, 11 horas y 5 minutos gobernaron las tortugas.
- ¿Las tortugas?
- Sí, escuchaste bien. Gobernaron las tortugas. No eran las gigantes de la prehistoria que medían 4 metros de largo y masticaban peces como si fueran diminutos gusanos. Tampoco, las que hoy custodian las Islas Galápagos.
- ¿Y entonces cuáles eran?
- Unas más bien chiquitas. Se parecían bastante a las que muchos hoy tienen de mascota y alimentan con lechuga, aunque las de gusto más refinado prefieren almorzar rúcula y cenar apio.
- ¿Y qué diferencia tenían con las de ahora?
- Que aquellas eran muy rápidas.
- ¿En serio eran rápidas? Dale, no te creo.
- Bueno, es una forma de decir...
Según Guillermo, en los libros de la biblioteca escondida se cuenta que el gobierno de las tortugas comenzó luego de un conflicto con los humanos que se resolvió con una competencia. Increíblemente, las ganadoras fueron las de caparazón y cuatro patas.
- ¿Una competencia, pa? ¿Qué competencia?
- Una carrera, Lisandrito.
- ¿¿¿Una carrera??? ¿¿¿Decís que las tortugas ganaron una carrera??? ¡Dale, che! ¡Dejate de embromar!
- Fue así, en serio. No lo digo yo, lo dicen los libros. Cuentan que se trató de una carrera muy particular… Pero por favor, dejame seguir con la historia.
Al parecer, el conflicto empezó cuando los restos de un cometa cayeron sobre la Tierra y provocaron incendios que elevaron la temperatura del planeta, desde el este hasta el oeste y desde norte hasta el sur.
En la isla Desni Mepar, donde –entre otros vegetales– se cultivaba lechuga, las plantas sufrieron el calor repentino y la mayoría se marchitó. Había poca comida y ahí comenzaron las peleas entre humanos y tortugas.
- Pará un poco, pa. ¿Ahora decís que un cometa cayó en la Tierra poco antes del gobierno de las tortugas, hace 13.000 años?
- Sí, fue el último gran cometa -respondió con seguridad Guillermo.
- ¿Y cómo se llamaba?
- Se llamaba Sivolc.
- ¡Qué nombre más raro! ¿No lo estarás inventando?
- ¿Por qué lo haría, chiquilín del jardín? ¿Acaso pretendés que el cometa se llame Pedro, Pepe o Panchi, como tu mascota?
- No, está bien, pa. Que se llame Sivolc, pero igual suena raro. Tal vez lo inventaste como inventás los cuentos que escribís.
- Es un argumento interesante, señorito detective. Sin embargo, le aseguro que este no es un cuento, es una historia jamás contada...
De acuerdo con los viejos libros que dijo haber leído Guillermo, las pocas plantas de lechuga que sobrevivieron al calor en Desni Mepar desaparecieron una noche como por arte de magia y los humanos culparon a las tortugas. Las acusaron de recolectarlas en secreto, sin que nadie se diera cuenta, durante los festejos por el aniversario de la ciudad.
Algunos humanos más comprensivos advirtieron que las pobres tortugas no tenían otra cosa para comer y consideraron que debían ser perdonadas, pero la gran mayoría pidió expulsarlas de inmediato de la isla.
“Si sus primas de Galápagos pueden nadar todo el día, ¿por qué ellas no se dejan de molestar y se van a vivir al mar?”, preguntaban impiadosos los más enardecidos.
- ¿Entonces qué pasó, pa?
- Viendo el peligro que corrían, las tortugas se reunieron en asamblea y debatieron qué hacer para que no las expulsaran del territorio que también era suyo.
- ¿Y qué decidieron?
- Unas sugirieron sembrar más lechugas y regalarles la mitad a los hombres y las mujeres para calmar los ánimos. Otras rechazaron la idea porque decían que no eran ningunas ladronas y estaba mal que las trataran de esa manera.
- Claro. Si no habían hecho nada…
Guillermo continuó:
- Las más combativas propusieron llamar a sus primas gigantes y presentarles batalla a los humanos, pero –por suerte para ellas– una tortuga joven, respetada por su inteligencia precoz, alzó la voz y dijo: “Debemos enfrentarlos, pero en buenos términos y con reglas más favorables, no con una guerra que seguramente perderemos. ¿Acaso quieren que nos hagan sopa?”
La historia que leyó Guillermo cuenta que el murmullo del fardo de tortugas no se hizo esperar. En medio del bullicio, una le preguntó: “¿Y vos qué proponés hacer?”
La respuesta generó alboroto. “Propongo enfrentarlos en una carrera”, dijo la joven tortuga, y agregó: “La más ágil de nosotras, la que más energía tenga, la que pueda pasar un día sin dormir y no se distraiga con nada va a competir y va a ganar”.
A coro, unas que estaban al fondo le gritaron “¿¡pero vos estás loca!?”.
Otra comentó, por lo bajo: “Será muy hábil para resolver problemas, pero a veces dice cada pavada…”. Y a una tortuga cocinera se le escuchó decir:
“Para mí que se intoxicó con lechuga morada”.
Cuando el bullicio se tornó insoportable, la tortuga más vieja, que andaba por los 101 años, gritó “¡basta!” con voz firme. “¡No está loca!”, exclamó, y pidió silencio para escuchar bien la propuesta.
La joven tortuga agradeció el gesto y comenzó a detallar el plan. Papá Guillermo puso cara de reptil, estiró el cuello hacia adelante y lo explicó así:
- Como los humanos son muy engreídos, vamos a desafiarlos en una carrera de 1.000 metros. Seguramente, se reirán de nosotras y elegirán a su mejor atleta pensando en obtener una victoria aplastante. Nosotras competiremos con nuestra corredora más perseverante y exigiremos que se cumplan tres condiciones simples, pero muy importantes. Las mencionaré a continuación
Guillermo contó que la joven tortuga tomó una gran hoja que había caído de un árbol y una rama bien finita. Sobre la hoja, como si fuera un pizarrón, escribió:
“Primera condición: la participante tortuga comenzará la carrera con 100 metros de ventaja.”
- ¿100 metros de ventaja? ¿No es poco, pa? –preguntó Lisandro.
- No, no es poco, Lichi. Ya vas a ver…
“Segunda condición: apenas el humano alcance la posición desde donde partió la tortuga por última vez, la carrera deberá detenerse sin permitir que ningún competidor siga avanzando. En ese momento, los jueces señalarán dónde se encuentra cada uno e indicarán quién va ganando.”
- ¿Quiénes eran los jueces, pa? –volvió a preguntar Lisandro.
- Los humanos y tortugas más honestos de la isla, hijo. ¿Acaso conocés jueces que no sean honestos?
“Tercera y última condición: la carrera no puede durar más de un día.”
Ante la multitud atenta, la joven tortuga detalló cómo esas condiciones les harían ganar la carrera.
- Creo que estoy entendiendo cómo lo hicieron –dijo Lisandro con una sonrisa cómplice.
- Shhh, no te apresures y escuchá la historia…
Tras una larga explicación y luego de responder varias preguntas, la tortuga convenció a todo el fardo de llevar la propuesta a los humanos.
Lo que siguió después se pareció bastante a lo que había imaginado: los humanos se rieron de la propuesta y aceptaron las tres condiciones sin prestarles demasiada atención. Estaban seguros de que ganarían con comodidad, aun otorgándole una ventaja a la competidora de color malaquita y marrón.
En medio de los preparativos para la carrera, una liebre se les acercó y les advirtió sobre la astucia y tenacidad de las tortugas. Les recomendó no dormirse en los laureles, mucho menos a la sombra de un árbol, pero no la escucharon y la dejaron hablando sola.
¡Qué maleducados! –exclamó Lisandro.
- Sí, Lichito. No le prestaron atención. Estaban muy ocupados entrenando a su mejor atleta, el velocista Kileas, y organizando los festejos en la meta. Así pasaron las horas hasta que se hizo de noche y se fueron a dormir.
Los libros cuentan que, al otro día, minutos antes de las 8 de la mañana, humanos y tortugas se apostaron a lo largo del camino para alentar a los competidores. Kileas estiraba sus piernas en la línea de largada y la tortuga Helena, la más ágil y diligente de su comunidad, lo esperaba 100 metros más adelante. Estaba lista para marchar a máxima velocidad.
El silbato sonó y la carrera comenzó. En tan solo 10 segundos, Kileas recorrió los 100 metros que lo separaban del punto de partida de la tortuga.
“¡Guau, qué velocidad! ¡Qué ligereza de movimiento!”, exclamó el relator del evento.
En esos 10 segundos Helena había logrado dar unos pasos con la ayuda de una lechuga que llevaba colgada en la frente. Se desplazaba hacia adelante para intentar morderla y así avanzaba lo más rápido que podía.
Cumpliendo la segunda condición, apenas Kileas alcanzó el punto de partida de la tortuga, el silbato volvió a sonar y la carrera se detuvo.
Los jueces comprobaron que Helena ya no le sacaba 100 metros de ventaja al atleta humano, sino mucho menos, pero lo cierto es que seguía ganando la carrera.
- ¿Y por cuánto ganaba la tortuga, pa? Digo… El número exacto.
- No tengo idea, hijito.
- ¿Pero los libros no lo dicen?
- No, no lo dicen. Y tampoco es tan importante, ¿no te parece? ¿Ahora podemos seguir escuchando la historia?
- Bueno, dale.
La segunda etapa fue igual a la primera: sonó el silbato para reanudar la carrera y el atleta llegó rápidamente al último punto desde donde salió la tortuga. En ese exacto lugar, debió detenerse. Helena había avanzado unos pasitos más, manteniendo una pequeña ventaja.
El procedimiento se repitió una y otra vez. Se corrió la tercera etapa, la cuarta, la quinta y más, muchas más. Kileas se lanzaba como una flecha al último punto de partida de Helena y la tortuga algo o alguito avanzaba.
Cada vez que terminaba una etapa, los jueces observaban que Helena seguía ganando la carrera. Es verdad que por muy poquito, pero seguía ganando.
Llegó un momento en que esa ventaja fue tan diminuta que los jueces debieron pedir prestada una lupa, una regla y un lápiz a los chicos de la escuela para medir la distancia.
“Helena sigue al frente de la carrera”, sentenciaban una y otra vez con lupa, regla y lápiz en mano.
- ¡Qué carrera más interrumpida, pa!
- ¿Viste? ¡Casi tanto como este relato!
- Ya entendí. Dale, seguí contando –dijo Lisandro.
Las horas del día y la noche fueron pasando entre los pitidos agudos del silbato para detener y reanudar la carrera y las constantes quejas de Kileas, que no podía entender cómo sus pares, los humanos, habían aceptado un reglamento que favorecía tan descaradamente a las tortugas.
“¿Acaso no podían leer tres simples reglas? ¡Son unos irresponsables!”, exclamaba furioso.
Para colmo, cuando comenzó a amanecer y los humanos que permanecían despiertos discutían entre ellos, las tortugas les recordaron la tercera condición de la carrera: no podía durar más de un día. Veinticuatro horas como mucho. Ni un segundo más.
“Da igual cuánto corramos, con estas reglas ridículas no voy a ganar jamás”, dijo rendido Kileas, quien por primera y única vez en su vida dio por perdida una carrera.
“La segunda condición es una trampa”, protestaron quienes habían organizado los festejos en la meta sin esperar el resultado. Quisieron rebelarse, pero no lograron convencer a Kileas, que era gruñón, aunque muy respetuoso de las normas.
Al cabo de 23 horas, 59 minutos y 59 segundos de una carrera con más interrupciones que metros recorridos, los jueces declararon vencedoras a las tortugas. Habían ganado no exactamente por rápidas, sino por astutas.
Fue así como la tortuga más vieja llegó a ser designada emperatriz de Desni Mepar y gobernó los 13 años y pico que contó Guillermo al principio del video.
Durante su mandato, hizo plantar lechuga capuchina, mantecosa y morada, sus preferidas. Al mismo tiempo, prohibió el cultivo de espárragos, zanahorias, uvas y kiwis con la excusa de que le caían mal.
A lo largo de esos años, hubo protestas y pedidos de los humanos para volver a competir sin reglas extrañas, pero la emperatriz hacía oídos sordos a los ruegos y reclamos. Nada cambiaba…
Finalmente, llegó un día en que la reina tortuga, sintiéndose muy mayor y cansada, escuchó de boca de un niño una idea que le gustó: proponía olvidar aquella carrera y organizar una nueva donde todos pudieran participar, sin vencedores ni vencidos, solo para divertirse.
La emperatriz accedió y la carrera se corrió: Kileas llevó en su cabeza a la tortuga Helena. Como era calvo, el caparazón de su amiga le sirvió de gorra para protegerse del sol. A Helena le dio un poco de vértigo viajar a casi dos metros de altura, pero le encantó moverse rápido una vez en la vida.
La tortuga más grande, de la familia de las gigantes, que estaba de visita, cargó sobre su lomo a cuatro chicos que la arrearon como a un caballo. Fueron los últimos en llegar a la meta, pero se rieron como nadie.
La carrera fue tan entretenida y todos terminaron tan contentos que la reina y el niño decidieron hacer un trato para convivir mejor: los humanos cultivarían más variedades de lechuga y las tortugas las degustarían para decidir cuáles eran las más ricas y así volver a plantarlas. Al mismo tiempo, se levantarían las restricciones para sembrar otras hortalizas y frutas.
- ¿Y cómo terminó la historia, pa? -preguntó Lisandro.
- Después del pacto, la tortuga emperatriz abdicó el trono. O sea, dio por finalizado su reinado.
- ¿Y hubo festejo?
- Claro, mi niño soñador. Esa misma noche todos se sentaron en una mesa larguísima y celebraron con un gran banquete donde los humanos comieron pollo con las manos.
- ¿Y las tortugas comieron lechugas?
- No. Se sirvieron ensalada de chauchas, caracoles y dientes de león porque esta historia de la carrera imposible se la dedicamos al gran filósofo Zenón.
Autor: Darío Nudler. Todos los derechos reservados.
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